26 May 2019

08 May 2019

LA SESTA VOCALE - di e(s)senza Riccardo Cecchetti

Può succededere, in un bar di un piccolo paese dell’entroterra marchigiano, intorno alle sette di sera, ora dell'aperitivo, che quattro incorruttibili cialtroni decidano di affittare un dirigibile per andare alla ricerca del Padre Eterno. Certamente può succedere, farfugliando transustansazioni e cosce, quasi transumanze. La Sesta Vocale, fondamentalmente è questo: una narrazione quasi autobiografica della poesia che ristagna in provincia, di quel sottile privilegio che si ha nel frequentare, per necessità, qualsiasi categoria di essere umano, superando i compartimenti stagni dell’altrove. Più o meno è tutta qui la quaestio, un gruppo di sciamannati, quasi armata Brancaleone, scalcinati eroi che decidono di intraprendere un’improbabile avventura. Esite la sesta vocale? Qualcuno ne è convinto, ma non vogliamo anticipare più di troppo. 

Riccardo Cecchetti, marchigiano di nascita, torinese di adozione, torinista per vocazione, nasce e vive per anni, in questo piccolo paese, Sarnano, in provincia di Macerata, divagando di amori ed insolite pulsioni estetiche. Inizia con Frigidaire, Blue (ebbene sì è stato anche impenitente pornografo) Il Manifesto, il Becco Giallo per intraprendere questo insolito viaggio con El Doctor Sax.




07 May 2019

IL CUORE QUANTISTICO - Cristina Vitagliano

William Levante, poeta alle prese con un cervello fiaccato dalla ricerca della perfezione, e sua moglie Eden, pasticcera dotata di un cuore molto speciale, "unico nel genere dei cuori", vivono a Hedgehog, il piccolo borgo che fa da sfondo a questa fiaba nera e surreale. Tra orologi, meccanica quantistica, poesia e atmosfere dolcemente macabre, questo romanzo breve trasporta verso un mondo senza tempo dipingendo una storia d'amore troppo insolita per essere reale...


Cristina Vitagliano (1991) è una scrittrice, traduttrice ed editor di Torino. Si avvicina al mondo della letteratura dark grazie al maestro Edgar Allan Poe, al quale dedica anche la tesi di laurea in Lingue e Letterature Moderne. Esordisce come scrittrice nell’anno 2016 con la raccolta di racconti intitolata “Dark Phantasy – Fiabe del macabro e dell’assurdo” Pathos Edizioni e ha curato le traduzioni di "Benito Cereno" di Melville e "I duellanti" di Conrad per El Doctor Sax.




17 March 2019

"A sangre fría" de Truman Capote - Cristina Vitagliano (Español)





“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”. Así habló Truman Capote en una entrevista describiéndose a sí mismo y a su vida. Un Oscar Wilde siglo XX, le etiquetaron más tarde, quizás más por su homosexualidad declarada que por hipotéticas similitudes literarias. Porque, si bien el dandy más famoso de la literatura británica era conocido por su personalidad excéntrica y por su estética vanguardista, pero elegante, el escritor estadounidense, a quien todo el mundo conocía por "Desayuno con diamantes", fue descrito por aquellos que lo conocieron, como un hombre controvertido y agudo, igual que su escritura. Y es precisamente este Truman Capote lo que nos interesa, el que, en 1959, después de leer un artículo sobre un asesinato en el New York Times, se dejó atrás el puente de Brooklyn y las luces de la Gran Manzana para aventurarse en un mundo que no podría haber estado más lejos. Un microcosmos de Estados Unidos formado por campesinos y graneros, en el corazón de Kansas, donde comenzó el largo viaje de entrevistas e investigaciones que lo llevaron, seis años más tarde, a completar la escritura de la novela "A sangre fría ”. El libro, un informe crudo, dedicado a la brutal masacre de una familia entera de agricultores por manos de dos criminales, tiene una larga lista de protagonistas, el primero de los cuales solo puede ser el  estado de Kansas.


Es el mismo Kansas donde Dorothy vivió antes de ser arrastrada a Oz por el tornado, pero esta historia no tiene lugar para hombres de hojalata y brujas; en el Kansas de Truman Capote hay una América rural y católica, que caza faisanes, trabaja la tierra con la cabeza hacia abajo y depende de la divina providencia; pero al mismo tiempo, es una América rural, conmovedora y desesperada, donde la leche condensada se come en los días de fiesta y los plátanos podridos en los días normales, donde se recogen colillas de cigarrillos del suelo y el alcohol es barato. Simples paliativos para el sufrimiento y la violencia de la vida. 

Truman Capote estaba muy lejos de su casa cuando comenzó a escribir "A sangre fría", sin embargo escribiendo este libro se encontró con un paliativo a su propio sufrimiento, tanto  que, según sus palabras, este libro cambió su vida. Su manera, increíblemente fría, y al mismo tiempo casi despreocupada y descuidada, de contar la masacre de la familia Clutter, le trajo numerosas críticas, entre ellas la de haber actuado con un "voyeurismo cínico". Esta novela, que, según sus esperanzas, debería haberle hecho ganar el Premio Pulitzer, llevó a los críticos y a los lectores de la época a preguntarse sobre este cinismo, a preguntarse si fuese correcto "observar" un crimen desde el ojo de la cerradura, contando hechos, detalles y minucias, sin cambiar de tono, sin juicio y, sobre todo, sin lástima.


Capote nos cuenta de los cuatro miembros de la familia Clutter, y de sus vidas simples, hechas de galletas de coco, graneros, caza de conejos, iglesia y de todo lo que era su cotidiana vida campesina. Nos cuenta de la joven Nancy, de sus dieciséis años, de sus "vaqueros desteñidos" y su "suéter verde", preparaba tartas de cerezas, quedaba con su novio conocido en la escuela y, desde su colorida habitación, soñaba con Manhattan, la misma Manhattan que amaba Capote. Una docena de páginas y se habla nuevamente de Nancy, pero esta vez de una Nancy irreconocible, porque  le habían disparado en el cuello. Se habla de su osito de peluche que, como ella, mirando al cielo, se tendió a sus pies, atado a sus manos.

No hay esperanza de justicia, no hay dolor, no hay tristeza en la historia de Nancy y de su familia, solo existe el frío helado de las noches de noviembre en Kansas, que, tal vez, se parece al mismo frío de las noches de Nueva York.



Luego están las historias y las palabras de los dos ejecutores de la masacre, los dos asesinos que mataron sin piedad a los Clutters, y que, por este motivo, fueron condenados a muerte y ejecutados unos meses antes de la publicación de "A sangre fría".

Capote los menciona tácitamente al principio de su novela, hablando de "colaboradores", que gracias a numerosas entrevistas, hicieron posible escribir el libro. Y es hacia a Dick y Perry, los únicos actores aún vivos de la tragedia, los únicos que Capote pudo conocer en persona, a quienes dirige su atención.


Gracias a sus palabras, transmitidas y enriquecidas por las opiniones del autor, sabemos que Richard "Dick" Hickock, "no tenía sensibilidad para la música y la poesía", pero, no solo eso, era "intensamente sólido, invulnerable, absolutamente masculino".

De la misma manera, sabemos que Perry Smith, sobre el cual hay rumores de una  relación sentimental con el mismo Capote (rumores no verificados), "podía ser como un niño", que pasaba horas enteras chupándose los pulgares y al mismo tiempo "era capaz de enfadarse más rápido que diez indios borrachos ".

Sabemos que Perry era "un joven duro y frío, con una mirada serena y un poco adormecida". Este es el punto: "frío" es realmente la palabra clave de este libro y no solo porque es una de las tres que componen el título.

Perry es frío; pero fría es también la sangre del lector, que realmente se congela en las venas al leer la descripción muy detallada del asesinato, así como de frío es el Kansas, en el corazón de América, tan frío y al mismo tiempo hermoso, como el estilo de Truman Capote.


"A sangre fría" es un libro difícil de leer y de digerir. Es un libro complicado, que tardó seis años en salir a la luz y que esos seis años los muestra todos. Sin embargo, es un libro que hay que leer, un libro necesario, aunque solo sea para admirar el absoluto talento literario de Truman Capote.

Cristina Vitagliano

14 March 2019

“A sangue freddo” di Truman Capote - Cristina Vitagliano (Italiano)



"Sono un alcolizzato. Sono un tossicomane. Sono un omosessuale. Sono un genio". Così parlò Truman Capote, in un’intervista, descrivendo se stesso e la sua vita. Un Oscar Wilde del ‘900, lo definirono in seguito, forse più per la dichiarata omosessualità che per ipotetiche similitudini letterarie e caratteriali. Perché, mentre il più celebre dandy della letteratura britannica era noto per la sua personalità eccentrica e arguta ma comunque bonaria e per la sua estetica all’avanguardia per l’epoca, ma comunque elegante, lo scrittore americano, che tutto il mondo conobbe per “Colazione da Tiffany”, venne descritto da chi lo conosceva in toni ben più controversi e taglienti, proprio come la sua scrittura. Ed è proprio quel Truman Capote che ci interessa raccontare in questo articolo, quello che, nel 1959, dopo aver letto un articolo di cronaca nera sul New York Times, si lasciò alle spalle il ponte di Brooklyn e lo scintillio della Grande Mela per avventurarsi in un mondo che più distante non poteva essere, in un microcosmo di America fatta di contadini e granai, nel cuore del Kansas, dove iniziò il lungo percorso di interviste e indagini che lo portò, sei anni dopo, a completare la stesura del romanzo “A sangue freddo”. Il libro, un crudo reportage dedicato all’efferato massacro di un’intera famiglia di agricoltori ad opera di due criminali, conta una lunga serie di protagonisti, il primo dei quali non può che essere il Kansas. 


Si tratta di quello stesso Kansas in cui Dorothy abitava prima di essere portata a Oz dal tornado, ma questa storia non trova spazio per uomini di latta e streghe dell’ovest; nel Kansas di Truman Capote c’è l’America rurale per bene e cattolica, che caccia i fagiani, lavora la terra a testa bassa e si affida alla provvidenza; ma allo stesso tempo c’è l’America rurale più sofferente e più disperata, dove si mangiano latte condensato nei giorni di festa e banane marce nei giorni normali, dove si raccolgono cicche di sigaretta da terra e l’alcol da poco è l’unico palliativo alle sofferenze e alla violenza della vita. 

Truman Capote era molto, molto lontano da casa quando iniziò a scrivere “A sangue freddo”, eppure, forse, trovò lui stesso un palliativo alle sofferenze nel comporre il libro che, a suo stesso dire, gli cambiò la vita, entrando e spiando in modo quasi morboso le vite dei vari attori, tanto vivi quanto morti, di quella crudele tragedia. Proprio il suo modo, incredibilmente freddo e allo stesso tempo quasi spensierato e noncurante, di raccontare il massacro della famiglia Clutter, gli attirò numerose critiche, tra cui quella di aver agito con “voyeurismo cinico”. Quel romanzo, che, secondo le sue speranze, avrebbe dovuto regalargli il Premio Pulitzer, portò critici e lettori dell’epoca a interrogarsi su quel cinismo, a chiedersi se fosse giusto “osservare” un crimine come dal buco di una serratura, raccontandone fatti, dettagli e minuzie, senza mai cambiare tono, senza mai mettere in mezzo moralità, giudizio e, soprattutto, pietà. 


Si parla dei quattro membri della famiglia Clutter, della loro vita semplice, fatta di biscotti alla noce di cocco, chiesa, granai, caccia ai conigli, chiesa e tutto ciò che componeva la loro banalmente umana vita contadina. Si parla della giovane Nancy, che a sedici anni, nei suoi “jeans sbiaditi” e “maglione verde”, preparava torte alle ciliegie, violava il coprifuoco serale con il suo ragazzo conosciuto a scuola e, dalla sua stanza colorata, sognava Manhattan, la stessa Manhattan a cui apparteneva Capote. Non passano che una decina di pagine e, con lo stesso freddo candore, si parla nuovamente di Nancy, ma questa volta di una Nancy irriconoscibile, perché come altro poteva essere dal momento che le avevano “sparato alla nuca tenendo l’arma a pochi centimetri”? Si parla del suo orsacchiotto che, come lei, fissava il vuoto, e giaceva a fianco dei suoi piedi e delle sue mani legate. 

Non c’è una speranza di giustizia, non c’è pena e non c’è tristezza nel racconto della fine di Nancy e dei suoi familiari, c’è solo il freddo gelido delle notti di novembre del Kansas, ma forse anche di quelle di New York. 


Ci sono poi le storie e le parole dei due esecutori della strage, i due assassini che uccisero i Clutter senza pietà e che vennero, per questo, condannati a morte e giustiziati pochi mesi prima della pubblicazione di “A sangue freddo”. 

Capote li cita tacitamente nell’incipit del suo romanzo, parlando di “collaboratori” che, grazie a numerosi colloqui, resero possibile la stesura del libro. Ed è proprio a loro, Dick e Perry, gli unici due attori ancora in vita della tragedia e dunque gli unici che Capote poté conoscere in prima persona, che egli rivolge le più personali attenzioni. 


È dalle loro parole, trasmesse e arricchite dalle opinioni dell’autore, che sappiamo che Richard ‘Dick’ Hickock, “non aveva sensibilità per musica e poesia”, ma, non solo, era “intensamente solido, invulnerabile, assolutamente mascolino”

Allo stesso modo, sappiamo che Perry Smith, con cui si vocifera Capote ebbe addirittura un flirt (voci non verificate, ndr), “poteva essere come un bambino”, che passava ore intere a succhiarsi i pollici per poi “montare su tutte le furie più in fretta di dieci indiani ubriachi”

Sappiamo che Perry era “un giovane duro, freddo, con occhi sereni e un po’ sonnolenti”, e, a questo punto, non si può non capire come “freddo” sia realmente la parola chiave di questo libro e non solo perché è una delle tre parole che ne compongono il titolo. 

Freddo è Perry; ma freddo è anche il sangue che, in effetti, si gela nelle vene leggendo la dettagliatissima descrizione dell’omicidio, così come freddo è quel Kansas nel cuore dell’America e così come fredda, e allo stesso tempo bellissima, e la penna di Truman Capote in questo libro. 


“A sangue freddo” è un libro duro da leggere e da digerire. È un libro complicato, che ha richiesto sei anni per venire alla luce e che quei sei anni li dimostra tutti. Eppure è un libro che va letto, un libro necessario, anche solo per ammirare il talento letterario assoluto che l’ha scritto.

Cristina Vitagliano

09 March 2019

Réquiem for the Jilted Generation - Gabriele Nero (Español)


The Prodigy aparecieron como un puñetazo en el estómago en la escena musical de los años noventa, años en que los adolescentes se volvían locos por grupos de pop desechables, como Backstreet Boys, Spice Girls, Take That, mientras que los mayores se apresuraban a recoger el legado de los Beatles, con una gran cantidad de grupos musicales hechos por guaperas con Ray-Ban negros, montados por las principales compañías discográficas: Oasis, Verve, Blur. Las megas bandas de rock de los 80 comenzaron a guiñar el ojo al mainstream (recuerdo como una tragedia el lanzamiento de Load de Metallica, a la que aún hoy no puedo dar una explicación) y la escena underground, después de la muerte de Cobain, estaba dominada por el grunge 


Para aquellos que en 1997 (año de lanzamiento de The Fat of the Land) vivían su adolescencia, Prodigy ha representado mucho más que una banda o un icono, como he leído en estos días.

Los sociólogos y las discográficas se calentaban la cabeza para dar una   identidad, etiqueta a la generación de esos chicos que hubieran sido adultos en el 2000: Generación X, MTV Generation... en resumen, intentaban clasificarlos y  estudiarlos para poder desarrollar el modelo de los años ochenta: "Los años de plástico", menos rebelión y más aperitivos! Pero tomando como inspiración el nombre de su segundo álbum, Music for the Jilted Generation, estaba tomando forma y conciencia de sí una nueva generación, abandonada (Jilted!) a si mismo desde el principio, por la que The Prodigy representaron la primera transgresión, el primer concierto, la primera experiencia extrema.




A través de MTV, con Firestarter, como unos pirómanos locos, The Prodigy entraron en la imaginación y en los walkman de miles de fanáticos en todas las latitudes del mundo. Cuatro punkis de la provincia inglesa, que parecían salidos de Trainspotting: un rubio, genio de la electrónica, un negro de dos metros de altura que cantaba a una velocidad vertiginosa, dos bailarines callejeros, uno de origen caribeño y el otro disfrazado como un sátiro poseído o un payaso psicópata, que evocaba a IT el payaso de Stephen King. Esta descripción sería suficiente para hacer que la gente entienda lo que eran The Prodigy a mitad de los noventa.


Pero The Prodigy no eran solo imagen, ¡lejos de eso! De hecho, el grupo inglés tuvo éxito con algo difícil de repetir en la historia de la música: contaminar dos de los géneros de música underground más extremos, el techno-rave y el hardcore metal, y tener éxito en las listas de ventas de todo el mundo ¡llevaron lo más underground al mainstream! Desde el punto de vista musical, The Prodigy fueron los pioneros de la mezcla entre la música electrónica y otros géneros que no fueran la música dance o el pop, como en los años ochenta. El concepto musical de Prodigy, luego se declinó al metal con todo el Nu-Metal de los primeros años 2000 (Korn, Slipknot, Tool), mientras que en el lado electrónico empezaba a experimentar con el funky (Daft Punk, Gorillaz), e incluso monstruos sagrados como Madonna y David Bowie, en los años siguientes, recurrieron a los sonidos techno-jungle. 




Si tuviera que definirlos en una palabra, diría Avanguardia, porque The Prodigy, además de componer música que nadie se había atrevido a imaginar antes de entonces, lograron encarnar el espíritu de su tiempo, creando una nueva estética real, como solo los grandes artistas saben hacer. Sus videoclip grabados en los barrios marginales post-industriales con cámaras de baja resolución, montados con imágenes a ritmo epiléptico, básicamente eran la descripción perfecta de lo que estábamos viviendo. De adolescente solo tenías que ponerte los cascos, comenzar a andar por la ciudad con The Prodigy a tope,y mirarte alrededor para ver los mismos escenarios: fábricas abandonadas, ciudades dormitorios, fincas en ruina, yonquis y casas ocupadas; en estos momentos entendías que tu furia pertenecía a una furia más grande, a una furia mayor.
The Prodigiy han legitimado la rebelión de mi generación, tal como lo hicieron los Rolling Stones para la generación de  los años sesenta, o el punk para los de los años setenta.



The Jilted Generation fue la última que se formó en un mundo analógico, y la primera que tuvo que relacionarse con el mundo del trabajo totalmente digitalizado; la última que recuerda a los trabajadores del turno nocturno salir de los almacenes industriales, y que en los noventa, en esas mismas fábricas, entonces abandonadas, organizó rave memorables. Hoy, en esos mismos espacios, nos vamos todos  de compras: ahora son centros comerciales de reciente apertura.  


Los rave y la fiestas terminaron demasiado pronto y, quien más quien menos, todos nos hemos vueltos burgueses. Una de las pocas cosas que nos quedaban eran The Prodigy: la esperanza de un nuevo concierto, un nuevo disco, una nueva exageración. Como cuando después de años de silencio en 2009 salieron con Invaders must die, para recordarles a las nuevas y viejas generaciones quien eran  The Prodigy: tres locos ingleses que pasaban de todo y que con su música querían hacer mover el culo al mundo entero!


La última vez los vi en Valencia, en un festival donde, como siempre pasa, habían amontonado grupos sin criterio. Los Many Street Preacher, para los nostálgicos de los ochenta, seguidos por los Kaiser Chiefs, para que los jóvenes hipster pudiesen agitar sus barbas al sonido de "RubyRubyRuby uuuhhh", y que después de 2 horas de pop barato de supermercado, dejaron el escenario al milagro, a ellos: The Prodigy. Mientras las barbas y las camisas a cuadros se retiraban, desde el fondo emergían pequeñas flotas de hormigas negras, de treinta años de todas las formas (¡desafortunadamente alguien no muy en forma!) Tomaron posesión de las primeras filas, y mirando a mi alrededor pensé que aunque abandonados durante el pasaje de la civilización post-industrial a la digital, aún estábamos allí, antes del escenario de The Prodigy!


No estoy a contaros lo detalles de lo que fue el concierto. Solo puedo deciros que la emoción de estar a pocos metros de distancia de la nave espacial, y la consecuente explosión de luces y sonidos, capitaneada por Liam Howlett y sus sintetizadores y drum machine, Maxim el titán, y Keith Flint, con su voz distorsionada y limpia, tajante como una  Les Paul, puede compararse con la euforia de un gol en la final de la copa de tu equipo favorito, pero de dos horas de duración, o mucho más trivialmente, con un orgasmo de la misma duración. Si los habéis visto en vivo, sabéis de lo que estoy hablando, en el caso de que no, lo siento mucho por vosotros. Sí, porque al final del concierto sentías la misma sensación de cuando bajando de las montañas rusas, piensas: "¡Otra vez! ¡Quiero hacerlo de nuevo! "



Hacia finales de 2018, The Prodigy lanzaron No Turists, sus último álbum. A diferencia de todos los otros grupos que, con el paso de los años, tienden a suavizar su producción The Prodigy se presentaron con otro álbum más extremo que el anterior.


Pero el 4 de marzo de 2019, la muerte de Keith Flint, puso fin a todo esto. No habrá nuevo single, nuevo álbum, no habrá otro concierto de The Prodigy. Sin embargo, para aquellos que los habían visto recientemente o habían escuchado su nuevo álbum, The Prodigy todavía parecían estar en gran forma, aún enojados y con mucho más que decir.

Ahora que los arrepentimientos y los detalles de la dinámica de su muerte ya no nos sirven de nada, queda el hecho que la Jilted Generation, ya sin referencias, y a punto de ser devorada por una nueva generación de nativos digitales, ha sido abandonada por su profeta esquizofrénico, se ha quedado huérfana de su culto más puro y extremo: ¡The Prodigy! La Jilted Generation frente a la muerte de Keith Flint quedó aturdida, sin más furia, sin más voz, sin más música.


Gabriele Nero 

08 March 2019

Requiem for the Jilted Generation - Gabriele Nero (Italiano)


I Prodigy sono apparsi come un pugno nello stomaco sulla scena musicale degli anni novanta, anni un cui i teenager impazzivano per gruppi pop usa e getta, come Backstreet Boys, Spice Girls, Take That, mentre i più grandi si accapigliavano per raccogliere l’eredità dei Beatles, con una schiera di gruppi musicali fatti di bellocci con i Ray-Ban a goccia, messi su dalle major discografiche: Oasis, Verve, Blur. Le mega rock band degli anni 80 cominciavano a strizzare l’occhio al mainstream (ricordo come una tragedia l’uscita di Load dei Metallica, alla quale ancora oggi non so darmi una spiegazione) e la scena underground, dopo la morte di Cobain, era dominata dal grunge. 


Per quelli che nel 1997 (anno di uscita di The fat of the land) vivevano la loro adolescenza, i Prodigy hanno rappresentato molto più di un gruppo musicale o un’icona, come ho letto in giro in questi giorni. 

I sociologi e i discografici si scervellavano a dare un’etichetta, un'identità per la generazione di quei ragazzi che sarebero stati maggiorenni nel 2000: Generazione X, MTV Generation... insomma cercavano di categorizzarli e di evolvere il modello degli anni ottanta, “gli anni di plastica”, meno ribellione e più aperitivi. Ma proprio prendendo spunto dal nome del loro secondo album Music for the Jilted Generation, stava prendendo forma nuova generazione, abbandonata, piantata in asso in partenza, per cui i Prodigy hanno rappresentato la prima trasgressione, il primo concerto, la prima esperienza estrema. 


Proprio attraverso MTV, con Firestarter, come dei pazzi incendiari, i Prodigy entrarono nell’immaginario e nei walkman di migliaia di fans a tutte le latitudini del mondo. Quattro ragazzacci della provincia inglese, che sembravano usciti da Trainspotting: un biondino genio dell’elettronica, un nero alto due metri che cantava a perdifiato, due ballerini da strada, uno di origine caraibica e l’altro truccato come un satiro indemoniato o un pagliaccio psicopatico, quasi ad evocare il clown di IT di Stephen King. Basterebbe questa descrizione per far capire quanto fossero avanti i Prodigy a metà anni novanta. 


Ma i Prodigy non erano solo immagine, tutt’altro! Infatti al gruppo inglese riuscì un qualcosa di difficilmente ripetibile nella storia della musica: prendere due dei generi musicali underground più estremi, la techno da rave e il metal hardcore, contaminarli tra loro, e fare successo nelle charts di vendite di tutto il mondo, entrando nel mainstream! Dal punto di vista musicale i Prodigy furono i pionieri della commistione tra musica elettronica e altri generi che non fossero la musica dance o il pop, come negli anni ottanta. Il concetto musicale dei Prodigy, venne poi declinato al metal con tutto il Nu-Metal dei primi anni del duemila (Korn, Slipknot, Tool), mentre sulla sponda elettronica si iniziava a sperimentare con il funky (Daft Punk, Gorillaz), e persino mostri sacri come Madonna e David Bowie virarono verso sonorità techno-jungle. 


Se mi chiedessero di definirli in una parola, risponderei Avanguardia, perchè i Prodigy, come solo i grandi artisti sono in grado di fare, oltre a comporre musica che nessuno prima aveva osato nemmeno immaginare, sono riusciti ad incarnare lo spirito del loro tempo creando una vera e propria estetica. I loro video girati nei bassifondi post-industriali con telecamere a bassa risoluzione, montati con le immagini in susseguersi a ritmo epiletticco, in fondo erano il racconto perfetto di quello che stavamo vivendo. Da ragazzo bastava infilarti due cuffie e cominciare a camminare per la città con i Prodigy a palla, guardarti in giro e vedere gli stessi scenari: fabbriche abbandonate, città dormitorio, cantieri, tossici e case occupate; bastava quello per farti capire che la tua rabbia apparteneva a una rabbia più grande. 

I Prodigy hanno legittimato la ribellione della mia generazione, così come i Rolling Stones lo hanno fatto per la generazione di quelli che erano ragazzi negli anni sessanta, o il punk per quelli degli anni 70. 



La Jilted Generation, l’ultima ad essere stata formata in un mondo analogico, la prima che si è dovuta relazionare con il lavoro completamente digitalizzato; l’ultima che ricorda gli operai del turno di notte uscire da grigi capannoni industriali, e che negli anni novanta in quegli stessi capannoni, oramai abbandonati, organizzava rave memorabili. Oggi in quegli stessi spazi ci andiamo tutti a fare la spesa nel centro commerciale appena inaugurato. 


I rave e le feste sono finite troppo presto, e, chi più chi meno, ci siamo tutti imborghesiti. Una delle poche cose che ci rimanevano erano i Prodigy: la speranza di un nuovo concerto, un nuovo disco, una nuova esagerazione. Come quando dopo anni di silenzio nel 2009 uscirono con Invaders must die, a ricordare alle nuove e vecchie generazioni chi fossero i Prodigy: tre inglesi pazzi che se ne fottevano di tutto e che con la loro musica volevano far muovere il culo a tutto il mondo! 


L’ultima volta li ho visti lo scorso giugno, a Valencia, in un festival in cui avevano messo la solita accozzaglia di gruppi i Many Street Preachers, per i nostalgici degli Ottanta, seguiti dai Kaiser Chiefs, che hanno fatto ondeggiare le barbe di giovani hipsters al suono di “RubyRubyRuby uuuhhh”, e che dopo 2 ore di stranziante pop da supermercato lasciavano il palco a loro: i Prodigy. Mentre le barbe e le camicie a quadri arretravano, dal fondo emergevano piccole flotte di formiche nere, trentenni di tutte le forme (qualcuno ahimè sformato!) si appropiavano delle prime file, e guardandomi intorno pensavo che nonostante fossimo stati piantati in asso dal passaggio dalla civiltà post-industriale a quella digitale, eravamo ancora lì, davanti al palco dei Prodigy.



Non sto a farvi il resoconto di quello che è stato il concerto. Posso solo dirvi che l’emozione di stare di nuovo a pochi metri l’astronave, e l’annessa esplosione di luci e suoni, capitanata da Liam Howlett e dai suoi synth e drum machine vibranti, Maxim il colosso, e Keith Flint, con la sua voce distorta e pulita, tagliente come una Les Paul, può essere paragonabile all’euforia di gol in finale di coppa della vostra squadra del cuore, lungo due ore, o molto più banalmente, a un orgasmo della stessa durata. Se li avete visti dal vivo sapete di cosa parlo, altrimenti mi dispiace davvero per voi. Già perché alla fine del concerto senti la stessa sensazione di quando scendi dalle montagne russe e pensi:“Ancora! Voglio farlo di nuovo!”. 


Verso la fine del 2018, i Prodigy hanno fatto uscire No Turists, il loro ultimo album. A differenza di tutte le altre band che, con il passare degli anni, tendono  a rendere piu mellow la loro produzione, ad ingentilirsi, i Prodigy, si sono presentati con  l'ennesimo disco più estremo del precedente. 


Ma il 4 marzo 2019, la morte di Keith Flint, ha messo fine a tutto questo. Nessun nuovo singolo, nessun nuovo album, mai più un altro concerto dei Prodigy. Eppure per chi li aveva visti recentemente o aveva sentito il loro nuovo album, i Prodigy sembravano ancora in gran forma, ancora incazzati e con tanto ancora da dire. 

Ora poco contano i rimpianti e le dinamiche sulla sua morte, resta il fatto che la Jilted Generation, già senza riferimenti, e sul punto di essere divorata da una nuova generazione di nativi digitali, è stata piantata in asso dal suo schizofrenico profeta, è rimasta orfana del culto più puro ed estremo: i Prodigy! La Jilted Generation davanti alla morte di Keith Flint è rimasta attonita, senza più rabbia, senza più voce, senza più musica.


Gabriele Nero