Holden
Caulfield, el protagonista de “El guardián entre el centeno”, para juzgar a un
escritor, tenía un método infalible: empezaba leyendo un libro, creaba un diálogo
imaginario con el escritor, para terminar el libro preguntándose “¿este tipo
podría ser mi amigo?" o "¿me gustaría llamarlo para que me hablara de
su vida?". Bueno, personalmente hubiera estado horas escuchando a
John Fante contar las historias imposibles de su familia, con John Fante
me hubiera pegado una gran comida de spaghetti acompañados de
una buena botella de vino tinto y con John Fante hubiera salido de fiesta,
incluso solo para una copa en uno de sus absurdos bares de la periferia de
Los Ángeles.
Desde la
periferia del mundo empezó la historia de John Fante (así como la de su álter ego literario
Arturo Bandini), desde Torricella Peligna, un pequeño pueblo en las montañas de
los Abruzos, del que su padre, Nicola Fante, albañil, se marchó a principios
del siglo XX para buscar fortuna en América. La familia Fante se instaló en
Denver, Colorado, en la región del Mid West, donde los inviernos son largos y
llenos de nieve, en las afueras del sueño americano, en definitiva, en los
Abruzos de América. Aquí los Fante construyeron su Little Italy, hecha de
espaguetis y de vino tinto, de deudas de juego y de viejas vestidas de
negro, de misas dominicales y de blasfemias en italiano. Pero John
Fante era ambicioso y, a pesar de tener veinte años en los años de la Gran
Depresión, él nunca dejó de creer en su talento. Fante y Bandini tenían un gran
sueño en común: Los Ángeles, California.
En todos los relatos de Fante, también en otros en
los que el protagonista no se llama Bandini, siempre hay un autobús que coger,
un viaje para empezar, un lugar donde llegar, una ciudad en la que demostrar
todo el valor de Arturo Bandini, y que casi nunca logra expresar en su
totalidad. Jugador de béisbol, guionista de Hollywood, escritor o monaguillo,
los protagonistas de sus obras, todos tienen la presunción típicamente italiana
de ser los mejores en todo lo que hacen, pero, por diferentes razones (el
destino, el origen humilde, ser italiano y católico, por supuesto que no
lo ayudaban) nunca pudo probarlo. ¡Después de todo, su padre Nicola Fante
hubiera sido el mejor albañil de Denver... si, al menos, lo hubieran contratado
para trabajar!
John
Fante no logró el éxito internacional en vida. Pero no tenéis que pensar en el
típico escritor bohemio que murió pobre y entre dificultades. Quizá por
el genio italico que corría por sus venas, con el tiempo,
Fante tuvo éxito en el mundo del cine como guionista en Hollywood, y vivió una
segunda parte de vida como un rico burgués americano, con una bella esposa,
cuatro hijos, una villa de dos plantas en Malibù y un coche descapotable.
"¡Bandini
es un terrone!" (apodo despectivo con el que los
italianos del Norte llaman a los del Sur, para indicar su carácter peleón y ruidoso)
¡Como todos los habitantes del Sur, Bandini es cabezota, arrogante, niño de
mamá, mujeriego y bebedor, pero al mismo tiempo es una persona verdadera,
generosa, instintiva y pasional! Es un profesional del arte de buscarse la
vida y de la ostentación de su supuesto talento, del cual nadie tiene pruebas,
pero del que está tan convencido que al final acaba convenciendo también al
lector.
Como en un transfert,
el lector acaba convencido más que por el estilo de Bandini, por el estilo de
Fante, maestro de síntesis y elegancia. En la prosa de Fante las frases son
cortas, sencillas y simples, y se suceden con un ritmo rápido, con algo que, a
veces, suena como una sentencia. Leer a Fante es fácil. ¡Sus libros se pueden regalar tanto a un niño de 14 años como a un abuelo de 80 años, tanto a uno de esos
lectores ocasionales que lee un libro al año, como a un estudiante de filosofía!
¡Leer a Fante es divertido, es ligero! Es enfrentarse al deseo de afirmación de
toda una generación masacrada por dos guerras, el Crack del 29 y con las
familias divididas por las primeras migraciones masivas. ¡Sin embargo, no creo
que todos puedan leer a John Fante! No creo que se pueda entender por completo
su obra si uno no ha tenido un testimonio directo o indirecto de algún tipo de
migración.
"Era imposible volver a encontrar mi soledad después de que ella se fue, o escapar de su extraño perfume." |
La Italianità de Fante no tiene
nada que ver con el patriotismo, es más un sentimiento de rebelión. Fante ama
profundamente la idea de la América mestiza como la tierra de los sueños, y
odia profundamente a los estadounidenses que traicionan este ideal, que lo
discriminan, que se ríen de él, ¡que le llaman dago! A la niña engreída
y rica de su clase que ostentaba la noble descendencia de Mary Stewart, el
pequeño Bandini le reprochó ser el bisnieto del bandido Mingo de Torricella
Peligna. John acaba idealizando Torricella Peligna e Italia, tanto que se
convierten en un refugio identitario mediante el cual defenderse y
contraatacar!
Son
divertidísimas las cartas desde Italia dirigidas a su mujer Joyce, en las
que Fante habla sin filtros de sus viajes a finales de los años cincuenta y
principios de los sesenta, de cómo su visión bucólica del Bel Paese choca
y desaparece cuando llega en la Roma filoamericana en esos años, entre
la Dolce Vita y el Boom económico. Como muchos otros, decidió no
visitar Torricella Peligna durante su estancia en Roma, solamente para evitar el
riesgo de sentirse decepcionado al no encontrar el pequeño mundo antiguo que
animaba los cuentos de Nicola Fante. ¡Tal vez en esta no-identidad, en este ego
que a veces se autocomplace y a veces se injuria, a veces italiano, a veces
americano, a veces conservador, a veces democrático, y otras totalmente anárquico,
está el éxito del personaje literario de Gabriel Arturo Bandini, único,
verdadero y demasiado moderno también para nosotros!
Migraciones,
guerras, segundas generaciones (o más bien nuevas identidades mestizas),
la crisis económica y el desempleo resultante, todos son temas sobre los que, hoy,más que nunca, estamos obligados a pensar. Podéis imaginar, entonces, cómo
treinta años después de su muerte, la voz de John Fante retumba fuerte a
través de los millones de lectores de todo el mundo, que, como un precioso
tesoro escondido, se han atrevido a descubrir y a amar uno de los más grandes escritores del siglo
XX.
El
lado que más admiro de Fante, y desde luego de Bandini, es su feroz autocrítica. De hecho, justo cuando John y Arturo, llegan a alcanzar sus
sueños pronto se dan cuenta de que tal vez no era exactamente lo que querían en
las frías noches de Colorado. Una vez conquistada la California, Fante empieza
a fantasear con una nueva vida en Roma entre heladerías, Via del Corso y miles
de pequeños automóviles Fiat pasando a todo trapo por callejuelas donde no
pasaría ni un carro de mulas.
A
pesar de que Bandini había sufrido el frío y el hambre en su juventud, la
marginación por sus orígenes, y a pesar de que se encontró sin un duro durmiendo en los
barcos abandonados en la playa, sus páginas más amargas son, sin duda, aquellas
en las que Bandini viene contratado y pagado generosamente por un gran
productor de Hollywood para no escribir (en "Los Sueños de Bunker Hill”).
De hecho, Bandini amaba demasiado la vida para quedarse encerrado en una
oficina, donde entre otras cosas no podía escribir nada que satisficiera ni a
él ni a sus productores. "I can't get no satisfaction", como
cantaban los Stones, acabará siendo el himno de la generación de los hijos de Fante,
sin embargo, Bandini sentía que estaba perdiendo su talento, y lo único que
podía hacer era meterse en problemas como seducir a las secretarias y a las
agentes literarias. Así Bandini, a la manera de Francisco de Asís, lo deja
todo, renuncia a su vida burguesa y se vuelve al austero cuarto de la
pensión de Bunker Hill, la misma donde había llegado hacía unos años
cuando dejó Colorado, con el mismo objetivo de entonces: escribir. La saga de
Bandini termina justo en el momento en que el personaje literario y el escritor
se enfrentan por primera vez delante de una máquina de escribir y de una
hoja en blanco.
Aquí
tenéis un extracto de ese momento, uno de los últimos párrafos que, en
1982, John, ciego y mutilado por la diabetes, dictó a Joyce, su mujer:
“Fui a la máquina de
escribir y me senté. Mi idea era escribir una frase, una sola frase perfecta.
Si podía escribir una buena frase podría escribir dos, y si podía escribir dos
podría escribir tres, y si podía escribir tres, podría escribir eternamente. Pero ¿y
si no me salía? ¿Y si había perdido todo mi hermoso talento? (..) Tenia
diecisiete dólares en la cartera. Diecisiete dólares y miedo a escribir. Me
senté muy tieso en la máquina y me soplé los dedos. Por favor, Dios mío, por
favor Knut Hamsun, no me abandonéis ahora. Me puse a escribir y escribí.”
En memoria de John Fante, que nos enseñó que no importa si eres italiano, filipino, americano, un viejo verde, un quinceañero, un desesperado sin un centavo o un ricachón con una mansión en Malibú. Lo importante es seguir vivos: es tener una California para soñar y una Torricella Peligna para llevar dentro, siempre.
Gabriele Nero
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