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17 May 2021

El retrato de Ernest Thompson Seton - por Rafael Becerra


A lo largo de la historia de la literatura encontramos constantemente la figura de animales, en muchos casos, humanizados. Nacidos en todas las culturas de cualquier parte del mundo, éstos se prestan a ser la voz de la sabiduría, de la bondad, o representar directamente la maldad, o la astucia. Sin embargo, más allá de la literatura infantil o juvenil, sembrada por Kipling, Disney, Lewis Carroll, los hermanos Grimm, o Andersen. Se situan otros autores que basan sus escritos directamente en la observación de la naturaleza. Entre estos, me atrevería a decir que los más certeros serían Jack London y Ernest Thompson Seton. De este último me gustaría hablar.

Nacido el undécimo de catorce hijos, en Inglaterra, a la edad de seis años, su numerosa familia se traslada a Canadá. El entorno salvaje, despierta en el niño un interés inusitado, que se dedica a observar y dibujar la naturaleza. Su familia no comparte la afición del pequeño, pero debido a una afección, es enviado a los quince años y durante el verano a una granja en Lindsay. Es allí, donde de mano del granjero Willian Blackwell y su hijo George donde el joven Ernest ve sus deseos cumplidos. Junto con George acamparon en los bosques, procurando vivir como los indios habían hecho antes del advenimiento de los rostros pálidos. De estas vivencias saldría su libro: Dos pequeños salvajes (1903) 

Sus veranos en la granja orientaron las energías e intereses de Ernest Thompson Seton hacía el estudio de la naturaleza. Fundó los “Woodcraft Indians” un grupo juvenil inspirado en la ética y habilidades de los pieles rojas. No sería un camino fácil. Pero todas sus publicaciones estuvieron dirigidas hacía la vida salvaje. Historias que el mismo describía, explicando en forma de ficción la realidad de la existencia de los animales y sus formas de pensar.



Sus historias te acercan al mundo natural bajo una perspectiva única, haciendo que te preguntes y te plantees cómo sería vivir como un animal constantemente amenazado, por ejemplo, el conejo. Un ser que pasa su vida en peligro siendo la base de la dieta de muchos depredadores. Seguimos las corredurías de perros pastores, cuya fidelidad va más allá de su propia vida. Recorremos los bosques con astutos lobos, con instintos desarrollados para escapar del hombre. Leer sus cuentos y relatos te hacen mirar hacía las ignoradas montañas de otro modo, te remueve por dentro, bajo el traje de urbanita, se despierta otro ser que te habita, las casi olvidadas voces de tus ancestros que corrieron por esos bosques compartiendo con los animales el ansía por sobrevivir.

Desgraciadamente el mundo literario lo ha relacionado siempre con cuentos para niños, las adaptaciones de sus libros a animaciones infantiles como: El bosque de Tallac fueron cruciales para encasillarlo en este género. Personalmente encuentro en esos relatos mucha sabiduría, la misma crueldad de la naturaleza se muestra sin tapujos. En ellos la vida y la muerte, la despiadada intervención humana, la desconfianza, y nuestro alejamiento progresivo y destructivo del mundo natural. Seres humanos y animales obligados a entenderse, a compartir los frondosos bosques, sabiendo cada uno de ellos donde están los límites. En definitiva, unos cuentos apasionantes que sin discusión convierten a Ernest Thomson Seton en el mejor intérprete que ha tenido el mundo animal.
Rafael Becerra 

05 April 2021

POBRE BLANCO de Sherwood Anderson por Rafael Becerra

 


¿Cuándo te atrapa el progreso? ¿de qué forma se apodera de ti? Te rodea, te acorrala y difícilmente serás capaz de notar su silenciosa invasión, el primer golpe suele ser estrepitoso, como en una fiesta, cambia todo y de repente te invade la felicidad. La prosperidad está a la puerta, a partir de entonces todo será diferente, poco a poco, llevados de la mano de los más atrevidos nos sumergimos en el futuro. Hasta el punto de que pasado un tiempo los cambios más sutiles te pasarán desapercibidos, aceptarás las azucaradas mejoras como antes aceptabas la más ruin de las ignorancias. Entonces estás atrapado, intentar regresar es imposible, y solo te queda aceptar y firmar tu rendición.

Hugh Mcvey nacido de la pluma de Anderson se muere por agradar, por sentirse integrado y reconocido en el pequeño pueblo donde vive. Anhela el amor, la normalidad. Y se sirve de su ingenio para hacerse acreedor de tan volátiles tesoros. Construye una máquina que facilita la vida de la pequeña localidad agrícola, se gana el prestigio, pero en realidad es devorado por la industrialización imparable de la época que le ha tocado vivir. El retrato de ese avance implacable es el relato contenido en la novela: Pobre blanco. Las pasiones de sus protagonistas, la tragedia invisible que flota en el ambiente de prosperidad. Y la caída de todo el que se interpone en su camino.


Sherwood Anderson, autodidacta, no provenía de círculos académicos, sino que se formó rodando por Estados Unidos, una infancia itinerante de pueblo en pueblo, de colegio en colegio. Luego, la firme voluntad de ser escritor, de forma natural, inconformista, logró encandilar a la crítica con su colección de cuentos: Winersburg, Ohio. Pero ante una vida anterior de privaciones y calamidades, llegado su éxito y convertido en escritor famoso, no tarda en creerse su propia historia y en formar parte de una élite donde el trabajo más arduo es vigilarse unos a otros, mantenerse a salvo de las críticas y permanecer toda la vida en el candelero. En este punto la frescura da paso al hastío, la originalidad se vuelve mediocridad, y la caída es un abismo demasiado cercano. Faulkner lo retrata en su novela Mosquitos, donde no sale bien parado:

“Nuestra vida artística en Nueva Orleans me gusta, tiene una especie de encantadora futilidad” Su personaje Fairchild, caricaturizado de Anderson, provocó el enfado de éste, y el distanciamiento de los dos colegas, tal vez Faulkner trató de salvar a su amigo, de rescatarlo de una vida superficial que parloteaba sin parar sobre arte, sexo, literatura, sin profundizar en ninguna de sus opiniones. Sea como fuere, Sherwood Anderson fue víctima de aquello que supo denunciar tan bien en sus primeros libros: El progreso. Fue testigo de un cambio que lo acabó fagocitando y convirtiendo en alguien que nunca fue, pero que deseó ser desde su lejana e inestable infancia.