Al lector de poesía le ocurren muchas cosas. Llega un momento en que su bagaje es tan amplio que encuentra difícil sorprenderse, esto no quiere decir que no disfrute con ella, pues la variedad a lo largo de la historia es tremenda. Pero a veces se entra en un estado de conocimiento pedante que lo puede distraer de la obra que tiene delante.
Hace poco ha llegado a mis manos el libro: Molestando a América. De Emanuel Carnevali. Y puedo decir sin reparos que es el puñetazo en el estómago más fuerte que he recibido en muchos años.
Hay poetas que jalonan la historia de la poesía embarrando los jardines floridos, no abundan, y siempre rondaron los límites de la marginalidad y de la autodestrucción. A mí siempre me atrajeron como un imán, admiro la belleza, la destreza en el lenguaje, pero por encima de todo, me rindo ante la crudeza, ante la realidad versada de forma magistral. Esto tal vez tenga que ver con el devenir de mi propia vida, con una característica que la ha marcado: la decepción. Emanuel era un decepcionado. Su rastro va dejando miguitas de amargura destilada que me hace suponer un espíritu marcado a fuego, una voluntad anómica que no esperaba nada de los demás ni de la vida. Esta febril existencia tenía por fuerza que marcar herrumbrosamente su estilo creativo. Y arribando a la tierra prometida ya sabía lo que se iba a encontrar. Puede que sus compañeros de viajes soñaran con un destino definitivo donde poder integrarse y consolidar una sociedad en ciernes, pero el poeta no. Él estaba condenado a la expectación, a revelar la realidad de una fotografía sin encuadre. Podría decirse que el decepcionado nace, no se hace. Los poemas de Carnevali tienen la crudeza, la fina ironía, el desenlace, y la estructura del que aspira el aire a bocanadas en un ambiente asfixiante para poder sobrevivir. Aquí no hay bromas, se nota la seguridad del que va dominando el páramo, del que vive en el fango conociendo sus secretos.
Criado en Florencia, emigró a América con dieciséis años. La diferencia con las grandes urbes americanas como Nueva York o Chicago, ciudades despiadadas armadas como necesidad, frente a la suya propia, creada y amada por sus habitantes que la dotaban de vida propia, debió de impresionarlo de tal modo, que dio pie a su expresión poética, ajeno a modas y posturas. El rastro de sinceridad, de amargura es tal, que no sorprende el oscurantismo al que ha sido relegado. Pero esto no deja de ser una etiqueta, lo importante es la belleza que emana de su obra, imágenes crueles, sarcásticas, reales. En sus propias palabras, una confesión definitiva:
La sinceridad acapara todos sus escritos, y sus actos, que muchos considerarán censurables. Estamos habituados por falta de empatía a juzgar con rapidez, pero todo esto no es más que una cascarilla que ponemos para no mostrar las propias armas y el alma débil y aterrorizada que nos habita.
¿Cuántos poetas? ¿Cuántos ignorados, perdidos, enterrados? La misión fundamental es encontrarlos, descubrirlos, publicarlos. Ahí está el aire a respirar. Un amigo atemporal que nos susurra ayudándonos a sobrevivir, a llevar nuestra decepción con dignidad.
tú me devolviste por todas las cosas que te llevé
un espiritu de rebelión,
árido, enfermizo, y estúpido.
¿Cuántos poetas? ¿Cuántos ignorados, perdidos, enterrados? La misión fundamental es encontrarlos, descubrirlos, publicarlos. Ahí está el aire a respirar. Un amigo atemporal que nos susurra ayudándonos a sobrevivir, a llevar nuestra decepción con dignidad.
Rafael Becerra
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